Sor Isabel Guerra

Por Manuel Domínguez

Estas obras son el resultante de cuando “se pinta con luz”, donde realmente la belleza no solo la da el color sino la luminosidad

Autodidacta por excelencia, la obra de sor Isabel Guerra se orienta en la dirección propuesta por un pintor de la talla del laureado iraní Imán Maleki. Salvando las distancias propias que impone el ejercicio de cada personalidad y sin entrar en comparaciones, ambos se encaminan hacia el hiperrealismo más puro. Pero hoy vamos a hablar de las pinturas de esta religiosa, quien dueña de una sensibilidad exquisita, ambienta sus trabajos en la paz y el reposo que brinda el claustro. Desde el atelier donde habitualmente trabaja nos invita a compartir profundas vivencias.

Sus figuras de mujeres, casi niñas, ensimismadas en sus cavilaciones, leyendo o simplemente descansando, trasmiten serenidad y frescura. En el cuidado del más mínimo detalle sor Isabel ofrece un concierto de luminosidad al estilo del casi olvidado Lawrence Alma Tadema (1836-1912), donde el observador presiente que más que pinturas está gozando de la vista de sugerentes fotografías. La artista, de 64 años, muestra su yo íntimo, su espiritualidad, de la mano del retiro zaragosano voluntario que su misma condición le impone como forma permanente de vida.

Ella decidió, ya hace mucho, dividir su tiempo entre la devoción de servir a Dios y la necesidad de desarrollar sus aptitudes artísticas. Es ahí, precisamente, donde reside el vínculo intangible entre el alma y la materia. Esta combinación deja como resultado la madurez de sus trabajos, un verdadero regalo para los sentidos. Guerra, más allá de expresiones grandilocuentes de la crítica, vende la totalidad de su producción cuando cada trienio la presenta en Madrid con gran respuesta de público.